Por José Manuel García, periodista
En rigor, cuanto voy a una marcha o un acto en contra del maltrato animal pienso que lo prioritario –además de las acciones concretas por ayudarlos- es luchar por hacer visible un tema, colocarlo en el debate, en la agenda pública. En el fondo, mostrar unidad, cohesión y organización en torno a una idea que nos moviliza (si termina en utopía o realidad ya es otra cosa). En tal sentido, para mí es claro que existen algunos ejes centrales que explican porqué las personas salen a la calle y se hacen un espacio para protestar y manifestarse.
Desde luego, los animales no tienen cómo y debemos hacerlo por ellos. Estos no se van a organizar, no van a protestar (podrían ladrar, es cierto, pero no alcanza) y sus derechos –los cuales muchas autoridades y sectores que son contrarios a esta causa soslayan, interesada y cínicamente a veces- tienen que ser respetados. Pero no estamos hablando, aún, de algo excepcional: se trata de lo básico, de una problemática sobre el cual este país –globalmente hablando- no ha alcanzado mínimas cuotas de compromiso, madurez ni humanidad.
Retomo: salimos a protestar porque la exclusiva propuesta de las autoridades es retirar a los perros de las calles y eventualmente matarlos. Ahí me pregunto: si todos los perros de Santiago, unos 200 mil -la mitad de ellos 100 % callejeros-, estuvieran esterilizados, ¿habría que sacarlos igual de donde estén y desaparecerlos? Parece una pérdida de tiempo y recursos, y antes todo un acto éticamente condenable, feroz y bárbaro. De hecho, habría sobre 100 mil animales “candidatos” a la eutanasia ya, altiro. Este es el primer aspecto: hoy tenemos un asunto que fue minimizado, que fue soslayado por la sociedad y sus autoridades, esto durante mucho tiempo, al cabo del cual se convierte en problema, transformándose en algo casi inmanejable, un enorme globo inflado a punta de inacción y desprecio. Agreguemos algunos factores de orden moral, ello con el propósito de entender porqué no se avanza en la línea de un control ético de la fauna urbana.
En la actualidad, el maltrato animal recién comienza a ser motivo de interés en Chile, a ser considerado, a ser merecedor de castigo. Es decir, no es un tópico sobre el cual la sociedad en su conjunto ni las élites –que mueven todo con su habitual sigilo- hayan realizado una reflexión. Pongo un ejemplo que muestra bien cómo a pesar de tener hecho y masticado el diagnóstico, se proponen soluciones cuyo sustento lógico es indefendible: el senador Guido Girardi, que es médico, postuló en alguna oportunidad sancionar a quienes dieran de comer a los animales abandonados.
En la semana anduve en Conchalí ayudando en el traslado de un perro que había sido encontrado cerca del aeropuerto y al que finalmente hubo que eutanasiar. Estaba desnutrido y deshidratado, eso para empezar. Razono: ¿esta es la idea del “honorable”, que los perros se vayan muriendo en las calles, que ése sea el mecanismo de control de la población canina? ¿Sería algo así como una mal entendida selección natural? Al igual que Girardi, y esto lo afirmo con absoluta responsabilidad y decepción, no tengo dudas que son muchos los parlamentarios que analizan, legislan y aprueban las más diversas indicaciones, leyes y todo lo que venga sin tener los antecedentes suficientes y sin considerar la realidad. O sea, hacen su pega a ciegas y sin que haya otro juez diferente de sí mismos. ¿Qué dirán sus electores? Pienso que esta conducta irresponsable, este acto de omisión, debería ser sancionado, ello a través de un voto de castigo en las urnas. Pero para que así ocurriera deberíamos tener una sociedad más pensante y más interesada, con menos mansedumbre y temor. Tal cosa no ocurre y el “apernamiento” impera.
Con Girardi, con otros, y del “lado” que sea. ¿Pasará algo similar cuando se trata de resolver sobre otras materias? Pensemos en educación y salud, dos áreas esenciales y de alto impacto… ¿Se puede confiar en que no está sucediendo lo mismo? ¿Los análisis se están haciendo con todos los antecedentes a la vista y quienes deciden se informaron? Instalaría, al menos, una suerte de duda metódica. Hace siglos lo hizo un filósofo, René Descartes, quien aplacó los temores que tenía sobre la realidad con una máxima: “pienso, luego existo”. Esa fue la única forma en que él pudo comenzar a tener certeza sobre todo lo que lo rodeaba, si eso existía o sólo lo estaba imaginando. Desde luego no tenemos que salir a comprobar si hay 200 mil perros en las calles, pero sí tenemos –con justo derecho y moralmente obligados- que dudar de las intenciones y el conocimiento de quienes deciden en el país. Hacerlo, es decir, fiscalizar y exigir puede evitar que goles de mitad de cancha se concreten en nuestras narices: $ 6 mil 500 millones tirados a la calle sólo porque hay que “limpiar” plazas, veredas y calles de seres que, sin dueño conocido, únicamente tendrán a la muerte como próxima estación.
Nota del redactor:
(1) El otro día, durante el acto frente a La Moneda, cometí un error al aludir al número de crías que una hembra, una perra particularmente, podría engendrar en su vida. De acuerdo a los años que pueda vivir y considerando número de partos y natalidad por cada vez, estamos hablando de 150 a 200 cachorros como cifra total. Mis excusas por la imprecisión –hablé de miles y son cientos- y ofrezco esta referencia como algo más concreto y real.
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